Tengo que confesar que la primera vez que busqué Bali en un mapa fue después de aceptar irme allí de vacaciones. En mi defensa diré que estaba locamente enamorada y mi pareja me propuso ir con él para conocer a su familia y enseñarme su hogar. Me hacía mucha ilusión conocer el país dónde Teo había crecido y dije que sí sin pensarlo.
Fue entonces cuando descubrí que Bali no era un país, si no una de las más de 17.500 islas que forman Indonesia. El idioma oficial es el indonesio, que se usa en todo el país, aunque hay unos 3.500 dialectos en función de cada isla o provincia, en este caso el Balinés, que tiene un alfabeto diferente.
La religión mayoritaria de Indonesia es el Islam, excepto en Bali, que es uno de los últimos reductos hinduistas, con más de 10.000 templos repartidos por toda la isla, conviviendo en armonía hinduismo, animismo, budismo, cristianismo, islam, judaísmo…cada religión tiene cabida con todas sus variantes, de ahí el sobrenombre de “La isla de los dioses”
En esta consulta exprés que hice en Wikipedia mientras Teo se iba a por mi café con leche y su expreso, descubrí que Bali era un lugar único en el mundo lleno de magia…y también que estaba ubicado al norte de Australia, una pizca más al sur y un poquito más al este que donde Buda perdió el mechero.
“Genial. Pues nos vamos a Bali” me dije, y al instante me entró la risa tonta y el vértigo. Al volver Teo con los cafés y preguntarme qué me pasaba le dije que simplemente estaba feliz. Y lo decía totalmente en serio. Era consciente de que estábamos a punto de emprender una gran aventura, pero ¿Quién me iba a decir a mi que Bali iba a convertirse en uno de mis lugares favoritos del planeta?
El vuelo de Madrid a Denpasar dura un mínimo de 19 horas y es necesario al menos una escala (otro día os contaré mi última batallita de auto-stop aéreo, en la que tardé 16 horas sin escalas en un vuelo chárter, pero como dijo Michael Ende: «Esa es otra historia y será contada en su debido momento”
Este era nuestro primer gran viaje, no teníamos ninguna prisa porque estábamos en la etapa pegajosa del primer año, vomitábamos corazones y arcoíris y sabíamos que el tiempo en el avión se nos iba a pasar volando (Ba Dum Tsss!!)
No me quiero extender en esto, pero como anécdota del viaje os diré que los billetes nos salieron muy baratos por la escala nocturna en Hong Kong, que el trayecto en total duró unas 25 horas, que descubrí un vicio llamado Bak Kwa (receta en proceso ¡¡¡corred, insensatos!!!) y que llegamos al primer avión por los pelos.
Siempre me había preguntado quién era tan gilipollas como para llegar tarde a coger un vuelo.
Duda resuelta: la gilipollas esa mañana fui yo, y el típico numerito de gente corriendo por el aeropuerto mientras les buscan con carteles y avisos por megafonía existe, lo he vivido y no mola nada. Desde aquí un saludito a las azafatas de Cathay Pacific, lo siento mucho, nos equivocamos de zona, no volverá a pasar ^_^***

Soy uno de esos bichos raros que disfrutan con los viajes largos, especialmente en avión. Me da algo de miedo el despegue y el aterrizaje, pero el resto del tiempo para mi son unas mini-vacaciones dentro de las vacaciones, una rara oportunidad para desconectar totalmente y practicar uno de mis deportes favorito: aislarme en mi mundo y frikear.
Nadie espera que cojas el móvil o respondas a un correo en pleno vuelo. Me encantan los espacios pequeños y cerrados (la noche que pasé intentando pegar ojo dentro de una habitación-armario en un hostal del muelle de Ayutthaya fue la excepción a la regla, pero esto lo reservo mejor para otro día, batallitas absurdas mochileras, podemos llamarlo)
Ya de pequeña me gustaba esconderme debajo de los faldones de la mesilla de mi abuela con mi gata, o en el armario del pasillo para leer con una linterna, imaginando mil aventuras como espeleóloga en la cueva del vampiro.
El tiempo de avión se me antoja un cielo imaginario en el que nadie te pregunta qué escribes por encima del hombro. Además te dan de comer, mantitas, bebidas, puedes leer, oír música, ver pelis o echarte la siesta durante horas. Igual es porque soy bajita y claustrofílica (Si no existe la palabra que alguien la invente rápido) pero me flipa la sensación.
Los únicos contratiempos del vuelo fueron mi falta de costumbre ante el ruido que genera el acento de tres inflexiones chino, imposible para dormir sin cascos, y el sustazo que me dio un pequeñín que se escapó del regazo de su madre y me agarró de un pie mientas yo veía la peli de «La maldición». Ahora me hace gracia, pero cuando sentí su manita en mi tobillo, bajé la mirada y me lo encontré bajo mi asiento os juro que sentí que el corazón se me salía por la boca. Por suerte reaccioné subiendo los pies mientras el diablillo se reía, y en cuanto procesé que era un niño real chino y no un fantasma japonés me resultó hasta tierno.
Mi primer recuerdo nítido de Bali es el clima. Había tanta humedad y calor al bajar del avión que sentí que acababa de sumergir la cabeza en una pecera caliente y estaba respirando agua. Sumando esto a mi hipotensión y el jet lag (llegamos allí sobre tres de la tarde de la hora local, con un sol de justicia y ni una nube en el horizonte) mi impresión era bastante parecida a salir de un after de empalmada sin gafas de sol.
La segunda sensación penetrante que sentí al llegar a Bali fue el olor. Un aroma fuerte, dulce y picante, como una mezcla de flores , césped recién cortado, incienso y especias, que invadió mi pituitaria a penas puse un pie en el aeropuerto. Esta esencia estaba impregnada por todas partes, y la asocié a las cestitas de palma trenzada llenas con pequeñas flores, monedas, billetes, tabaco y dulces que se acumulaban en los rincones, a los pies de pequeños templetes con velas, inciensos y figuras de dioses. Reconocí a Ganesha y a Vishnu. Teo me explicó que eran ofrendas mientras pasaba por delante de ellas con la boca abierta, agarrada de su mano sintiéndome levitar.
El tercer embrujo fue la música, que sonaba por megafonía y me dio unos escalofríos incontrolables en la nuca.
Tal vez mi cerebro se resistía a admitir esa escala musical que no parecía responder a ningún patrón de notas o ritmos conocidos, como si se tratara de un extraño conjuro hipnótico. Pensé en las leyendas que había descubierto antes del viaje, con las que me había obsesionado. Sentí que estábamos en alguna especie de portal entre realidades paralelas, con personas de todas las nacionalidades caminando por los pasillos de moqueta con imágenes multicolores, plantas y flores. Nadie corría ni parecía tener prisa, y tuvimos que sortear lo que se me antojó una eterna procesión de paseantes, intentando salir de la terminal.
Hay señoras por la calle real de paseo los domingos que van más deprisa, hay zombies de los de Romero que van más deprisa, y ya ahí empecé a sospechar que ni la música ni el tiempo funcionaban de la misma manera que en España.
Algunos balineses lucían unas ropas que me recordaron vagamente a la India por sus colores y brillos. Teo me explicó que su traje era el tradicional balinés, formado por una blusa de encaje y mangas semitransparentes en el caso de las mujeres y con estampados en el de los hombres.
La parte inferior la cubrían con una tela con bordados (Sarong) enrollada alrededor del cuerpo al estilo del pareo, atado con un pañuelo en la cintura, separando la parte pura (arriba) de la parte impura (abajo).
Las personas indonesias tenían un precioso tono en su piel, ojos brillantes y delicados rasgos en su rostro. Los hombres llevaban una especie de pañuelo-turbante atado en la cabeza y las mujeres lucían el pelo recogido en un tocado alto, con granos de arroz pegados en su frente a la altura del tercer ojo (Ajna) y una flor blanca y amarilla detrás de la oreja, tan extraña y delicada que dudé que fuera real, con todas sus hojas perfectamente contorneadas. Teo la llamó “Frangipani” e intenté pronunciarlo, pensando que ese fuerte aroma venía de la flor.
Al salir de la terminal el olor a naturaleza salvaje de la jungla aumentó, y el calor y la humedad se hicieron más potentes.
Entonces vimos a Elena esperándonos entre la multitud en la entrada. La madre de Teo es una de esas personas que te hace sentir bien con su presencia, y en cuanto comprobamos que no era necesario sacar visado para tres semanas salimos de allí. Había venido a recogernos con el coche y su conductor, así que yo pude sentarme en el asiento trasero y dedicar todo el camino a contemplar Bali con la ventanilla bajada y la brisa en el rostro, lo cual me ayudó mucho para espabilarme y tomar contacto con la realidad, fuera de ese limbo tropical del aeropuerto.

No sé por qué me imaginaba Denpasar como la típica ciudad moderna de edificios altos, pero a pesar de tener 142 km cuadrados y más de 800.000 habitantes en algún momento el gobierno prohibió construcciones más altas que un cocotero, así que da igual a donde vayas, la sensación que te transmite es de ciudad pequeñita. Esta capital no se centra tanto en el turismo, si no en negocio local y comercio de abastos.
Nos dirigimos por la carretera veloces hacia Sanur, al sureste de Bali, la ciudad costera donde vive la familia de Teo.
Por el camino me sorprendió la locura del tráfico, pasamos veloces por las carreteras del Baypass, con peajes cada pocos metros. A estas alturas todavía no entiendo muy bien el sistema, si vas en taxi o Gojek (la versión Uber de Indonesia) puedes alquilar coche con conductor, moto con motorista y te llevan prácticamente a cualquier lugar o te traen cualquier cosa que les pidas, incluso puedes encargar a alguien que vaya a esperar una cola por ti y te avise cuando esté a punto de llegar al mostrador, absurdamente útil con temas administrativos.
Es un tema que quiero desarrollar en otro momento, porque da para mucho, el valor del tiempo en Bali, el concepto de «Tiempo de goma» y sus tres calendarios anuales. A mi que ya me cuesta saber en qué día vivo, imaginaros el panorama atendiendo tres fechas con sus respectivos años vigentes…
Por la carretera veía que las personas montaban de 4 en 4 en las motos y se iban impulsando apoyando los pies en los coches de alrededor. La mayoría de los automóviles eran monovolúmenes con conductor, lunas tintadas y personas extranjeras residentes. Los balineses prefieren moverse en moto. Familias enteras formadas por papá, mamá, niños en medio, mascota en la cesta (gato, perro o incluso ambos) mochilasy pertenencias personales hasta límites surreales (algunos iban forrados con bidones de cinco litros de agua atados alrededor haciendo de carrocería)
Las aceras parecían extremadamente altas (tal vez por lo que pueda pasar en las inmediaciones) y para acceder a las paradas de autobús había que subir una rampa tan inclinada que me preguntaba cómo se las apañaban las personas mayores. Me dijeron que era para que no se subieran animales salvajes al autobús, no sé si estaban bromeando. También me aclararon que el transporte público no funcionaba muy bien, no se sabe cuándo pasa y apenas nadie lo usa. La jungla se comía el asfalto y los arcenes eran inexistentes.
Había monstruos gigantes representando batallas épicas cada pocos metros y Elena me explicó riendo que eran simples adornos para las rotondas. Colores en movimiento, grandes letreros en inglés, indonesio y balinés señalando Spas, restaurantes, mercadillos, telas, artesanía, tallado, muebles, adornos de mimbre…Tuve que fijar la vista al frente para no marearme.

Al llegar a Sanur bajamos la velocidad y pude contemplar que se trataba de un lugar encantador rodeado de jungla y playa, con calles estrechas y construcciones unifamiliares abiertas con piscinas en el centro, techos de «Alang-Alang» (Hierba seca) y grandes jardines zen alrededor. Cada casa estaba rodeada por altos muros de piedra, con una puerta ornamentada en el centro y una estatua por cada flanco. Unas eran humanas, otras animales o monstruos. Pronto aprendí que estos guardianes anuncian el uso del lugar (hogar, comercio, hospedaje, templo…) y que también sirven para asustar a los malos espíritus, protegiendo el espacio de visitas no deseadas.
En las puertas de cada casa colgaban altas cañas de Bambú con forma arqueada, meciéndose al viento, decoradas con hojas de coco trenzadas, flores y frutas multicolores. Me explicaron que se trataba de los «Penjor», y que anunciaban el comienzo de «Galungan y Kuningan»
Cada familia colocaba los penjor en la entrada para señalar su hogar y dar la bienvenida a sus ancestros, que llevaban todo el año viajando, dando la vuelta al mundo. Gracias a estos arcos enormes cada espíritu podía encontrar su casa desde el cielo el primer día de celebracion (Galungan) que ese año 2018 caía en 30 de mayo y pudimos disfrutar por pura casualidad.
Nosotros llegamos el día 26 de mayo con la idea de pasar el cumpleaños de Teo con su familia, pero de propina pudimos ver cómo Bali recibe a los espíritus de sus muertos y les rinde homenaje con fiestas de purificación, ofrendas, danzas, banquetes…durante 10 días los vivos y los muertos conviven y celebran, y el último día de fiesta (Kuningan) comen arroz amarillo en un gran banquete para despedirse, pues sus seres queridos vuelven al cielo para emprender de nuevo su viaje.

Galungan y Kuningan era una de las festividades más famosas de Bali, y yo me sentía muy afortunada de estar allí para vivirlo, pero al mismo tiempo pensar que en unos días iban a venir los espíritus de todos los antepasados y se iban a quedar de visita morando sus antiguas estancias me produjo una mezcla de fascinación y miedo. Me los imaginaba volando por el aire buscando su casa. En Bali los espíritus existen, y marcan el ritmo de la vida de los pueblos, encajando como una pieza más del engranaje del reloj que nunca para.
Ese día también me sentía muy nerviosa por encajar. Apenas hablaba inglés, y no sabía cómo iba a apañarme para comunicarme con ellos. Solo puedo decir que los nervios duraron medio telediario, las personas que conocí esos días me trataron con gran cariño, me hicieron sentir desde el primer momento que había llegado a mi hogar y a día de hoy siguen siendo parte de mi familia.
Al llegar a las villas descubrí que el lugar estaba totalmente rodeado por la jungla. Al abrirnos la puerta me encontré en un vergel lleno de mariposas, fuentes cantarinas, carpas Koi, estatuas zen y cuatro perretes de los que me enamoré a segunda vista (a primera pensé que iba a ser su desayuno) vinieron corriendo y ladrando, tiraron a Teo al suelo con grandes aullidos y le lamieron hasta hacerle un traje de babas. Eran sus bebés, tres pastores belgas enormes y un perro salchicha, celebrando a su manera que él también había llegado a casa.
Esa tarde dejamos el equipaje y tras una ducha larga estuvimos charlando con su familia y las personas de las villas, comiendo cosas ricas preparadas por Ketut. En mi vida hay un antes y un después de probar la comida de Ketut, cada vez que la veo cocinar me enamoro más de la cocina balinesa, y eso que solo vivo en el año 3 D.K (después de descubrir la comida de Ketut)

Tras bajar un poco el ritmo, remolonear por el jardín y deshacernos del jet lag nos llevaron a cenar al Beach House y disfrutamos de un concierto de Kim y otros músicos residentes. El Beach house es uno de mis Warung (chiringuito local) favoritos del paseo marítimo. Hace poco tuvieron que cerrar durante la pandemia pero si las diosas son propicias y el corona nos da una tregua espero que vuelvan prontito, y que nosotros podamos celebrarlo en persona con «Sandy toes & salty kisses».
Otro día os hablaré de Sanur, la ciudad pesquera de playas turquesas hasta donde alcanza la vista, la de los niños jugando desnudos y las cometas surcando veloces el cielo, a la sombra de los espíritus cruzando el umbral de su hogar después de 210 días de viaje al rededor del mundo.
Por ahora quiero detenerme en ese primer atardecer en Sanur Beach, escuchando la voz de Kim por primera vez, con los acordes de su guitarra, el sonido de las olas de fondo, las risas de toda la familia y el sabor de mi primer Gado-Gado acompañado de un batido de aguacate y cacao.
Solamente fue mi primer día en Bali, pero creo que nunca podré olvidarlo.